Leonard Cohen: retrato de un monje zen

Publicado por


Leonard Cohen en el Mount Baldy Zen Center. Foto: Cordon.
Leonard Cohen en el Mount Baldy Zen Center. Foto: Cordon.

Conviene aclarar, antes de entrar en materia, de qué hablamos cuando hablamos de zen. Además de ser un adjetivo comodín explotado en los últimos tiempos para referirse a todo tipo de productos relacionados con el wellness, la hostelería, el interiorismo y hasta la juguetería erótica, el zen es, en realidad, la práctica de la concentración en el momento presente. No en vano, en japonés la palabra «zen» significa «meditación», y constituye una de las sendas espirituales más duras y austeras que existen. Es por ello que, a menudo, se tiende a pensar que solo una élite de místicos sin mácula es capaz de practicar zen. Pero, aunque efectivamente es preciso tener una voluntad de acero para perseverar en esta disciplina espiritual, los santos no nacen, se hacen, y todos han sido antes pecadores. Ya escribió William Blake que «el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría». Y aunque el zen siempre ha sido un Camino del Medio (del sánscrito madhyamā-pratipada), por ahí van los tiros.
El caso de Leonard Cohen es paradigmático. En 1967, a los treinta y cuatro años, empezó su carrera como cantautor de letras oscuras y abisales. Tocado por un temperamento depresivo, fruto de una mente compleja e hiperintelectual, destilaba en su música una bella pero tortuosa amargura. Si, como dijo Maillard, la tristeza es el gran pecado de Occidente, Cohen fue un gran pecador. El trinomio sexo, drogas y rock’n’roll no le sirvió de mucha ayuda para evitar ese malestar, sino más bien al contrario, así que se agarró al budismo zen como a un clavo ardiendo. Y funcionó. Este es nuestro punto de partida para un artículo en el que únicamente exploraremos el lado espiritual del célebre poeta y cantautor, dejando al margen cuestiones biográficas y artísticas que ya han sido sobradamente comentadas por otras voces en este y otros ámbitos.
Cuando Leonard encontró a Sasaki
Si alguien decide recorrer un camino espiritual, lo primero que debe buscar es un maestro. Porque si no tienes maestro, tu ego es tu maestro. O, como dijo el místico persa Yalal ad-Din Muhammad Rumi, «todo aquel que actúe sin guía empleará doscientos años en realizar un viaje de dos días». Por eso, aunque es probable que la vocación zen de Leonard Norman Cohen (Montreal, 1934) se forjara incluso antes del nacimiento de sus padres, recibió el empujón definitivo a principios de los años setenta cuando conoció al roshi Kyozan Joshu Sasaki (Sendai, 1907), un maestro de la escuela zen rinzai que se había instalado en Los Ángeles en 1962 para enseñar a meditar a los atribulados yanquis, entre los que se contaban famosos como Richard Gere u Oliver Stone.
Cohen había crecido en una familia judía tradicional, y su abuelo materno fue un venerable rabino. Fiel a sus raíces, el cantante nunca perdió su fe judía ni dejó de respetar el Sabbat, y buena prueba de ello es que muchos de sus textos están llenos de referencias o metáforas bíblicas. Pero como le ocurre a tantos otros judíos, cristianos y hasta musulmanes, no fue capaz de encontrar en su propia religión una mística que resolviera sus problemas existenciales. Y entonces descubrió el zazen.
Desde que empezó a practicar, Cohen comprendió que esa incómoda y dolorosa meditación sentada era lo que andaba buscando para saciar su espíritu. En una entrevista concedida no mucho tiempo después de su iniciación, lo dejaba claro: «No estoy buscando una nueva religión. Soy feliz con la vieja, con el judaísmo. Pero en la tradición zen que yo practico no existen plegarias ni se cree en deidad alguna. Así que teológicamente no hay ninguna contradicción con la fe judía». Esto es muy cierto, y explica que en los dojos zen haya tantos budistas como ateos o devotos de otras religiones. El sacerdote jesuita alemán H. M. Enomiya-Lassalle cuenta en su ensayo Zen y mística cristiana cómo el zazen, lejos de interferir en su fe católica, la reforzó de forma considerable. Y Bárbara Kosen, maestra francesa afincada en España con la que practico desde hace años, me explicó así la dimensión religiosa del zen: «Aunque hagas zazen sin más, poco a poco la propia práctica te vuelve religioso, pero no en el sentido de «opio del pueblo», sino que gracias a la práctica encuentras de nuevo el lazo con la naturaleza, con lo que te rodea y contigo mismo».
Durante veinticinco años, Leonard Cohen se fue volviendo más y más religioso en el buen sentido, profundizando en la vía del zen de forma errática pero constante. Su absorbente y exitosa carrera no le permitió tomar votos ni implicarse demasiado en las actividades de la sangha (comunidad zen), pero tampoco pudo evitar que practicara con furia, llegando a asistir a numerosas sesshines, palabra japonesa que significa «tocar la esencia» y hace referencia a los retiros intensivos.
La práctica que Cohen desarrolló durante las décadas de los setenta y los ochenta le costó grandes esfuerzos y dos roturas de pierna, pero benefició su concentración en el trabajo, dotó a su persona de un aura de sobria nobleza, y transformó su vida cotidiana en algo digno de ser vivido. En una entrevista, Cohen confesó que «la meditación zen fue endulzando mi día a día hasta límites insospechados. De pronto, la vida tenía sentido por sí misma. Recuerdo sentarme en la cocina de mi casa, mirar a la calle por el ventanal, ver los rayos de sol reflejarse en la carrocería de los coches y pensar: «caramba, esto es maravilloso»».


Leonard Cohen con Kyozan Joshu Sasaki en 1969. Foto: Cordon.
Leonard Cohen con Kyozan Joshu Sasaki en 1969. Foto: Cordon.

Eterno resplandor de una mente inmaculada
En 1994, tras cinco lustros de práctica, Leonard Cohen tomó una decisión drástica: ingresar en el Mount Baldy Zen Center, el monasterio de Sasaki ubicado en las montañas de San Gabriel, al norte de Los Ángeles. Tenía sesenta años y, como recordaría años después, se encontraba en pleno bajón: «Tras la gira del disco The Future, caí en picado. Había bebido muchísimo y mi salud estaba tocada. Así que decidí retirarme, cuidarme como nunca lo había hecho. Al fin y al cabo, un monasterio zen es un lugar de rehabilitación para personas desquiciadas por la vida. Por su rigurosa disciplina, los monjes zen son una especie de marines del mundo espiritual».
Sasaki, que llevaba un cuarto de siglo transmitiendo su enseñanza a Cohen, lo recibió con los brazos abiertos y hasta le construyó una pequeña cabaña para él solo. A lo largo de dos años, el maestro sometió a Leonard a un entrenamiento tan intenso como purificador. El cantautor describió así su rutina diaria: «Te levantas a las tres de la mañana, te pasas trece horas meditando y cinco trabajando: cortas verdura, das de comer a las gallinas o limpias lavabos. Me encanta. Es perfecto. No podría ser peor».
Las largas jornadas de meditación se extendían desde las tres y media de la mañana hasta las diez de la noche, aderezadas con frugales comidas que los monjes devoraban en silencio, sentados cada uno en su zafu o cojín de meditación, de espaldas a la pared formando dos líneas rectas, una frente a otra. Vestido, como sus compañeros, con un largo kimono negro tipo túnica, en el templo Cohen era una sombra más que meditaba durante horas en la postura del loto, con las manos en mudra. Prohibido moverse, dormirse o cerrar los ojos. Durante cada sesión, eran vigilados por un monje, que les zurraba en los hombros con una especie de katana de madera llamada kyosaku cuando los veía demasiado tensos o demasiado cansados. Para estirar las piernas, los estudiantes hacían kinhin, es decir, meditaban de pie dando cortos pasitos. Un par de veces al día, cada discípulo se entrevistaba con el maestro para comprobar sus avances con el kôan, pues cada uno de ellos debía resolver de forma intuitiva una frase paradójica tipo: «¿Qué sonido hace una sola mano al aplaudir?».
Lejos de amilanarse ante la prusiana disciplina del templo, Cohen se abandonó a ella, vació su mente y se fue sintiendo cada vez mejor: «Precisamente, lo que me interesaba era rendirme a ese tipo de rutina. No tener que pensar lo que vas a hacer después es un verdadero lujo. Cuando dejas de pensar en ti mismo todo el tiempo, al fin consigues descansar». Cientos de años antes, el maestro Dogen (1200-1253), de la escuela soto zen, describió el sentido de la Vía en términos muy parecidos: «Estudiar el Camino de Buda es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo. Olvidarse de sí mismo es ser iluminado por los diez mil dharmas. Ser iluminado por los diez mil dharmas es estar libre del cuerpo-mente de uno mismo y de los de otros. No queda rastro de iluminación, y esta iluminación sin rastro sigue para siempre».
La revolución interior
Después de dos años de entrenamiento, el cuerpo y el alma de Cohen se habían transmutado de forma asombrosa. En Leonard Cohen: Printemps 96, un documental sobre su vida en el templo, pudimos ver al cantautor con un brillo insólito, una saludable delgadez y una majestuosa cabeza rapada. De su depresión no quedaba ni rastro.
Cohen resumió así la forma en que el zazen fue curando su espíritu: «La meditación no es lo que piensas. Te sientas en absoluto silencio y tu mente empieza a repasar todas tus películas. Durante ese proceso, te vuelves tan familiar con los guiones que mantienes en tu vida que acabas hartándote de ellos. Entonces comprendes que la persona que crees que eres no es más que un complicado guion en el que gastas la mayor parte de tu energía. Tras un examen más minucioso, descubres que tu personalidad te asquea. Y eso es porque en realidad no eres tú. Si te sientes lo suficientemente aterrado por esa personalidad, espontáneamente permites que se desvanezca. Y entonces, si tienes suerte, puedes experimentarte a ti mismo sin la distorsión de esa personalidad».
Este proceso de disolución del ego no impidió que Cohen continuara trabajando, hasta el punto de llegar a componer un buen puñado de canciones mientras meditaba. Como se muestra en el susodicho documental, el músico disponía de un sintetizador en su cabaña para dar forma a los temas.
La ordenación de Leonard Cohen como monje zen tuvo lugar el 9 de agosto de 1996. El maestro Sasaki, que entonces tenía ochenta y nueve años, lo rebautizó con un nombre de dharma que le venía que ni al pelo: «Jikan», que en japonés significa «el silencioso» y hace referencia al proverbial laconismo del cantautor en el templo. Desde ese momento, se convirtió en asistente personal de su maestro, un cargo de gran responsabilidad que ejerció durante tres años y que llevó a Cohen al límite de sus fuerzas. La cosa no podía durar mucho más.


Escena del documental Leonard Cohen: Printemps 96. Imagen: Lieurac Productions.
Escena del documental Leonard Cohen: Printemps 96. Imagen: Lieurac Productions.

Regreso al mundo moderno
«Muchos son los llamados y pocos los escogidos», sentenció Cristo en Mateo 22:14. Una frase que se puede aplicar a todas las religiones, y muy especialmente a esta suerte de ingeniería espiritual que es el budismo zen. Tras cinco años de entrenamiento intensivo, parecía que Leonard Cohen sería uno de esos escogidos, que seguiría la Vía hasta el final y acabaría alcanzando el satori o iluminación, recibiendo la transmisión del dharma y convirtiéndose en un nuevo maestro. Pero un buen día de 1999 decidió tirar la toalla. Los motivos que dio fueron tan sinceros como discutibles: «Hubo un momento en que pensé que podía iluminar mi mundo y el de los que me rodean, que podía tomar el camino del bodhisattva, que es el camino de ayuda a los demás. Pensé que podía, pero no pude. El camino espiritual es un mundo en el que hombres mucho más fuertes que yo, mucho más valientes, más nobles y generosos, se han quedado hechos trizas. Yo no soy un hombre espiritual. Una vez que empiezas a tratar con material espiritual, te haces papilla».
Quizá en este punto Cohen pecó de excesiva humildad. Alcanzara o no el satori, no hay muchos occidentales capaces de aguantar la friolera de treinta años practicando zen, cinco de ellos en un monasterio.
El caso es que, tras colgar los hábitos, Cohen volvió a la rueda de la vida. En 2001, entró en el estudio para grabar las canciones que compuso en el Mount Baldy Zen Center, que darían lugar a su décimo disco, Ten New Songs. Además, publicó un libro de poemas titulado Book of Longing. Ambos trabajos están empapados de una sabiduría y un sentido del humor que demuestran que el viejo Leonard no perdió el tiempo en el templo. Para algo tenían que servir tantas y tantas sentadas.
Shôji: vida y muerte
El roshi Kyozan Joshu Sasaki murió en su monasterio el 27 de julio de 2014. Tenía ciento cuatro años. Se dice que conservó hasta el último momento la intuición, la vitalidad… y la libido, puesto que era un mujeriego empedernido.
En cuanto a Leonard Cohen, falleció el 7 de noviembre de 2016 en Los Ángeles, a los ochenta y dos años. Siguió actuando, grabando discos y meditando hasta el final.
Se dice que cuando al Buda le preguntaban «¿Son finitos o infinitos el universo y el alma?», «¿Existe o no un santo después de la muerte?», guardaba un noble silencio. A diferencia de otras religiones, el budismo zen nunca se ha ocupado de cuestiones que en última instancia no tienen respuesta. Dado su alto rango espiritual, es muy probable que Cohen y su maestro supieran que «vida y muerte», es decir, shôji, son una y la misma cosa: sus decesos, tranquilos y silenciosos, son síntomas de que en vida habían perdido el miedo a morir y alcanzado una soberana tranquilidad. Porque, como dice el Sutra del Corazón, en el vacío no hay envejecimiento ni muerte.
Fuente: Jot Down

Comentarios